Hola. Soy Dinorah, la creadora de Mujer Llena de Gracia. Comparto contigo mi testimonio de fe con la esperanza de que te pueda ayudar en tu caminar.

Desde niña, yo era bien devota a Jesús y María. Con mucho menos fervor, en mi adultez, me casé, tuve mi familia y hacía todo lo que una buena católica debía hacer; rezaba, iba a misa los domingos, bauticé a mis hijos, los crié en la iglesia, etc., pero aquel fervor que tenía en mi niñez se me escapaba. Un día comencé un estudio bíblico sobre el amor del Padre. Yo sentía un vacío en mi corazón que no podía explicar.  Yo estudiaba la Palabra de Dios, pero era como si mi mente y mi corazón no conectaran. La última lección de ese estudio era sobre el perdón.  Al concluir la lección, me llené de una profunda tristeza. No entendía por qué. Yo no tenía pleitos con nadie ni necesitaba perdonar a nadie. Y es ahí cuando, con la ayuda de otra persona, me doy cuenta que me faltaba perdonar a una persona.

En mi adolescencia, por más de un año, yo fui víctima de abuso sexual por parte de un pastor protestante. Fue un abuso que destrozó a mi madre, a mi familia y a mí. Yo aún no había perdonado, aunque pensé que sí lo había hecho, y me tomó por sorpresa volver a vivir aquellos abusos por medio de los recuerdos. Esos recuerdos producian gran dolor. Comencé a sentir ansiedad, no dormía, lloraba todo el tiempo. Cuando me llegaban los recuerdos, mi cuerpo literalmente temblaba del miedo y me ponía en posición fetal en la cama a llorar por el resto del día. Es horrible sentir un temor así. No se lo deseo a nadie.

Comencé terapia con una psicóloga muy buena, cristiana, especialista en traumas. Yo nunca había recibido terapia. En mi casa las cosas se resolvían engavetándolas y dejándolas en el pasado. No era permitido en mi casa hablar de lo que me pasó,  y por 35 años, yo cargué con una culpa que no me pertenecía. Ese es el problema de los secretos de familia. Uno no se da cuenta cuánto daño hacen hasta que salen a la luz.

 

Un día después de una sesión de terapía donde hablaba de una memoria fuerte que me hacía físicamente temblar de miedo, decidí ir a la exposición del Santísimo que había en la parroquia de mi pueblo. Cuando me arrodillé ante Él, con una lista en mi mente de lo que quería decirle, lo único que salía de mi boca era “Sálvame. Sálvame. Sálvame.” Yo creo que lo repetí más de veinte veces corridas. Intentaba rezar otras cosas y no podía. “Sálvame. Sálvame. Sálvame.” Y me vino a la mente como una imagen donde vi la mano de san Pedro saliendo del mar y la mano de Jesús estrechada hacia la de san Pedro. En ese momento no entendía nada de lo que estaba pasando.

Luego, en la próxima terapia, al hablar de esta experiencia que no entendía, llega el Espíritu Santo con la interpretación que hasta ese momento se me escapaba. Me doy cuenta que quien se estaba ahogando no era Pedro, era yo. A quien Jesús le extendía la mano era a mí. Y, lo más grave de todo, es que me di cuenta que por más que yo quisiera no tener que depender de nadie, por más auto-suficiente que yo quisiera ser (mi mecanismo de defensa), yo no tenía el poder de salvarme sola. Yo necesitaba un Salvador.  Y, todo cambió para mí desde ahí en adelante.

Estuve casi un año en terapia sanando mis recuerdos. Esa conexión de mente y corazón está siendo reparada y cada vez es más fuerte. Sigo trabajando con el perdón. Poco a poco, mis heridas van sanando y cicatrizando. Dios ha ido transformando mi vida con delicadeza y compasión. Ya no vivo mi fe para impresionar a Dios ni a la gente. Mi fe consiste en un gran deseo de amar a Dios sobre todas las cosas. Mi identidad ya no arrastra con culpas ajenas. Mi identidad es de hija, escogida desde antes de la creación del mundo, perdonada, y amada por el Dios de Amor. Dios continúa sanándome, transformándome y perdonándome.

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Dios no ha hecho algo en mí que no desee para ti también. Él te ama y tiene un plan para tu vida particular. El pecado de mi abusador y los pecados que yo cometí a consecuencia de esas heridas, me apartaron de Dios. Esas heridas supuraron sobre mí y sobre todos los que se acercaban a mí porque así es el pecado. El pecado destruye y por eso es que vino Jesús al mundo. Descendió y resucitó para rescatarme, rescatarte, de las agarras del pecado. Cuando me dí cuenta de mis ataduras, cambié el rumbo de mi vida. Tuve un arrepentimiento profundo y confesé mis pecados con humildad, con vergúenza, con dolor. Busqué a Dios y Él ha desbordado sus gracias sobre mí. Ahora mi vida está llena de paz. Ya no tiemblo fisicamente cuando hablo de esos recuerdos, ni me acurruco en la cama llorando.

Durante este tiempo de conversión, llegó a mi una frase que la copié y la puse en el monitor de mi computadora: “A veces Dios te pasa por aguas turbulentas, no para ahogarte sino para purificarte.” Recuerdo la parábola del paralítico de Betesda que estuvo 38 años esperando que alguien lo pusiera en la piscina. Yo soy aquel paralítico. Viví 35 años en una camilla esperando, en silencio, hasta que vino Jesús, me preguntó si quería ser sanada y luego me dijo, “Levántate, toma tu lecho, y anda.” Y con mi camilla en mano, sigo caminando hacia la meta. Hay días que tropiezo mucho. Otros días menos. Pero cada vez que caigo, Dios se agacha, me toma en sus brazos, me besa las heridas y me pone nuevamente en el camino. ¡Y está listo para hacer lo mismo contigo! ¡Sé valiente!

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